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Vomitando Amor

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Ayer fue San Valentín,
o el día de los enamorados.
En ocasiones el romanticismo me produce ulceras en el estómago.
Y no porque yo no esté enamorada, y tenga mis momentos ñoñas.
Pero el amor en altas dosis puede ser contraproducente.
Te puede subir el azúcar, o te puede subir por la garganta la bilis con forma de corazoncito y acabar vomitando contra la pared.

Ayer decidí regalarle una poesía bonita a mi novio, pero como ya no estaba a tiempo para escribirla ni tenía la inspiración necesaria, decidí buscar una por Internet.
Si lo llego a saber...
Me empaché... fue como atiborrarse de dulces, como un atracón de esos que comes por comer y después te duele la barriga y piensas: Me lo merezco.
Pero esta vez a parte del dolor de la barriga y de notar el regustillo a bilis subiendo desde el esófago hasta la laringe... me sangraban los ojos.
Que dolor! Que desesperación!

Lo que encontré fueron bocadillos de fuet con nocilla y mermelada, de leche condensada con sobrasada y nata, azúcar con azúcar, y más azúcar.
Imposible de tragar.
Se me hizo una bola de entrecot, masticando, masticando y no pasaba.
Tiré la toalla. Y se me quitaron las ganas de escribir algo bonito en una larga temporada.
Después de tanto dulce, y tanto amor, me apeteció hacer un pastel.
Eso si que iba a ser un regalo bonito, un pastel hecho con amor. Y no tanta poesía, tanta poesía...
Así que me puse el delantal, cogí mi Note 3, y a buscar en el google un pastel que cumpliera los requisitos necesarios. Básicamente que tuviera los ingredientes que tengo yo (o sea, pocos... colacao y huevos... y si me regalo, harina), y como no, que su elaboración fuera para niños de P-3.
Lo encontré.
Para otra vez ya sé que es más fácil encontrar un pastel sin ingredientes que una poesía de amor sin pasarse de empalagoso.
Que pena que para descubrirlo haya tenido que desperdiciar toda la mañana.
Una vez con toda la mezcla preparada lista para hornear llega el gran problema.
Mi horno.
Mi horno no es un horno cualquiera.
Es un horno especial. Un horno que cuando lo enciendes ves el fuego. Llamas vivas.
Y no tiene grados.
 Solo tiene una rueda que te hace elegir donde quieres las llamas: arriba o abajo.
Encenderlo me da miedo, porque el fuego corre como la pólvora por su interior hasta llenarlo todo de su color.
Pero por amor todo se puede.
Pues bien pongo la masa en el horno y supuestamente tengo que esperar media hora.
 Como medio conozco a mi horno y al ser de llamas vivas calienta más de lo normal, calculo que en la mitad de tiempo ya estará hecho. Un cuartito de hora.
Pues no.
De repente una niebla blanca inundaba toda mi casa indicando que algo no marchaba bien.
Solo habían pasado 10 minutos y ya casi tenía a los bomberos llamando a mi puerta.
Al abrir el horno una peste a chamusquina empezó a inundar mi cocina, mi hogar, y lo peor de todo: mi pelo.
Ese pelo que ya no me daba tiempo a lavar. Tampoco tenía tiempo ya para hacer otro pastel. 
Así que allí estaba mi pastel de los enamorados.
 Con un color negro carbón y un olor no mucho mejor. El mismo olor que mi pelo.

Feliz San Valentín Cariño!

Comentarios

  1. Acabo de llegar aquí por la iniciativa de "mapa de blogs" y te acabo de seguir. Gracias por formar parte de ella y por apoyarnos unos a otros.

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